domingo, 15 de marzo de 2020


Costumbres y supersticiones… del deporte
Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga

¿Quiénes si no?

El diccionario define las costumbres: "Hábito, uso. Cada país tiene sus costumbres. Práctica que ha adquirido fuerza de ley; regirse por la costumbre. Lo que se hace más comúnmente..." Continúa con otras acepciones; para nosotros basta. Puede el país tener sus costumbres, las provincias, municipios, ciudades, pueblos, barrios, edificios, vecinos y familias.
Los deportistas no hacen la excepción, mucho menos los peloteros. Pero no confundamos costumbre con superstición, aunque a veces se emparientan. Una es la base de la otra. ¿Qué dice usted amigo? ¿Le salen mejor las cosas cuando las hace de forma diferente? ¿Prefiere el mismo asiento? ¿Toma el idéntico camino cuando va al trabajo? Conozco las respuestas. ¿Adivino? No. Soy hombre de costumbres, muchas rayan en la superstición, igual que usted, aunque no quiera confesarlo.
Los peloteros no pueden salirse de ellas, pues caen en slump, un problema psicológico de marca mayor. No vea con malos ojos las costumbres. Las hay simpáticas, hasta bonitas; otras decoloran el espectáculo. Cuando Babe Ruth (aquel muchacho grande que llenó de jonrones y pasión al béisbol, cual fantasma que ronda por todos los estadios del mundo) invitaba al pitcher a lanzarle como quisiera; él la botaría. ¿Fanfarronerías del Gran Bebé? Más bien un rito psíquico espectacular. Claro, no siempre lo hizo ni la sacó del parque.
Ted Williams, quizás el mejor bateador de siempre, querido y respetado por muchos, odiado por otros, era enemigo de las entrevistas, perdía la concentración; los periodistas lo atacaban por problemas familiares y personales, pero en el terreno era imposible hacerlo. Por respuesta, Williams adoptó una fea costumbre, grosera, carente de ética: escupía cuando llegaba a home para anotar, sobre todo si era jonrón; se vengaba de la prensa. Fue tan grande con los Medias Rojas de Boston, que su pueblo le perdonó aquella desfachatez. “¡Costumbres que matan!”, diría el abuelo Pancho.      
Omar Linares y Antonio Muñoz se llevaban las mangas de la camisa hacia arriba, como si les molestaran para batear. Según me confesó, se sentía mejor. Luis Giraldo Casanova, quien por derecho propio baila, canta y toca en ese trío, con una afinación envidiable, movía el bate con la mano izquierda para ambos lados, antes de entrar al cajón de bateo. ¿Necesidad? Dice que fue a raíz de una lesión, y durante muchos años la incorporó a su perfecto sistema de bateo.  
En nuestras mentes están sus legendarios batazos y con ellos la costumbre de pararse en home con los brazos abiertos para ver volar la esférica sobre la cerca. ¿Costumbre o superstición?, usted sabrá; para mí es la primera. Inolvidables momentos, ¿verdad?
Tanto perfeccionó Alfonso Urquiola su juego –quizás como ningún otro–, que tiraba para primera sin mirar y lo hacía abrumadoramente bien. Lleno de costumbres y supersticiones desde la niñez, incorporó aquella característica que lo inmortalizó, no igualada, que yo conozca, por nadie.                                                               
Ese hombre de hierro que responde al nombre de Lázaro de la Torre, saltaba la línea de cal cuando iba al dugout, en un rito que inició Orlando (Duke) Hernández, quien después abandonó el país y llegó a destacarse en las Grandes Ligas. ¿Conoce usted la respuesta? Las cámaras de televisión los seguían con cierta complicidad.
Nuestro genuino y singular Lázaro Madera, el bateador más indescifrable de la pelota cubana y mucho más allá, recio toletero e impulsor de carreras, cuando acudía al home plate con el aluminio –no usó el madero–, abría un hoyo, después hacía una lomita. Hasta le llamó la atención el recordado Apolinar, el mismo que atendió con amor el San Luis, después tenía que arreglarlo. El fortísimo bateador no se sentía bien sin aquella ceremonia.                  
Hay de todo en la pelota. Si un lanzador como Jesús Guerra, sacaba de paso a los bateadores con movimientos lentos, Pedro Luis Lazo no les daba tiempo para concentrarse. Parecía una máquina de lanzar, con ilimitadas pelotas dentro. Ambos, entre los mejores en cualquier época, guardaron para sí tal sistema.
Juan Carlos Oliva no pudo pichear tranquilo, se acostumbró a relevar en momentos cruciales; donde muchos flaqueaban, él gozaba de lo lindo. Otro tanto hizo el flaco Maximiliano Gutiérrez, quien caminaba para arriba del gigante Muñoz como si también fuera un cíclope. Y lograba dominarlo.
Las costumbres son parte del folclore y tienen la desgracia de cargar con malas culpas, que no les pertenecen.
Si usted vuelve al diccionario encontrará superstición: “Desviación del sentimiento religioso que nos hace creer en cosas falsas, temer cosas que nos pueden hacer daño, o poner nuestra confianza en otras que de nada sirven… También hallará vanos presagios sobre cosas fortuitas, como la caída de un salero, el número 13, etc.”
De una forma u otra, casi todos tenemos algo de supersticiosos. No siempre está asociado el término a la religión. Algunos, para demostrar que no lo son, hacen lo contrario, prefieren el enigmático número 13, dejan caer los saleros, pasan por debajo de una escalera, aunque haya otro espacio; sería interminable la lista. Los que así actúan, a mi modo de ver, son tan o más supersticiosos que quienes ingenuamente se educaron en tales actos, o son tímidos, una forma cercana a la hechicería.
Los supersticiosos están a la orden desde los inicios del béisbol. ¿No ha visto jugadores que se resisten a ser cuarto bate? Me vuelve a la mente el propio Lázaro Madera. Aquel bateador sui géneris, que le dio a la bola con furia durante muchas temporadas, no quería ni aceptaba batear en el cuarto turno. Algunas veces lo hizo y mermó su rendimiento. ¿Por qué? Es posible que no se encuentre una respuesta aceptable.
La base de las supersticiones está en las costumbres. Hay peloteros incapaces de batear, si antes no hacen varios swings. Para muchos, el número tiene que ser exacto: 2, 3 o 4. Si hace 6 o 7, pierden la concentración. El camagüeyano Felipe Sarduy, no hacía ninguno.
De niño veía, antes de entrar al cajón de bateo, persignarse al extraordinario camarero Tony Taylor, del Almendares. Mucho más acá lo hizo Víctor Mesa, y otros. ¿Confianza? ¿Seguridad? Definitivamente, sí. La costumbre obliga a ritualizar los movimientos.
No es patrimonio de la pelota. Observe en los Juegos de las Olimpiadas o los Mundiales. Algunos logran su concentración en el silencio absoluto, no miran para nada ni para nadie en sus carrileras. Más que atletismo parece yoga, cualquiera sabe qué estará pasando por sus mentes.
Otros, como Maurice Greene, conocido como La Bala de Cañón, recordista mundial, campeón olímpico de Sydney 2000 y campeón mundial, no estaba tranquilo ni un instante. Se movía de un lugar a otro, avanzaba, se detenía, retrocedía, miraba al público, pedía palmadas y, para colmo, cuando llegaba a la meta y se sabía campeón, sacaba la lengua ante las cámaras de televisión. No nos faltaba el respeto. Por supersticioso, necesitaba tales excentricidades. Los psicólogos dicen que es un problema de personalidad; no discrepo, pero parafraseando a Galileo: "Y, sin embargo, se mueve..."      
Wilfredo Sánchez, el Hombre-hit de la pelota cubana, tenía una forma muy suya de prepararse para batear. Se agachaba con el bate corto, como siempre lo usó y lo movía varias veces sobre home, barriéndolo. Cualquiera diría que estiraba los músculos. Para él fue una ceremonia necesaria e impuso una moda a la que me acogí, pues me gustó aquel estilo y ya no pude batear sin hacerlo.  
Con los implementos sucede otro tanto. Algunos, poseedores de guantes prodigiosos y bates último modelo, se aferran a los viejos; se sienten seguros. La ciencia y la técnica lo niega, pero el jugador sigue con su antiquísimo guante. Es así, no busque otra explicación. Si lo cambian, piensan que no van a poder fildear. Necesitan un proceso de adaptación al nuevo, que no puede ser en el juego, sino en la etapa de entrenamiento.
¿Y qué me dice usted de aquellos que van más allá, con eso que algunos llaman brujería? ¿No ha visto trapos rojos en los dugouts, chivos muertos, gatos negros en el terreno o gallinas prietas en las graderías? ¿Qué no? Fíjese bien, descubrirá curiosidades.
Los tiempos actuales son más con los pies puestos en la tierra, la ciencia se ha ido imponiendo poco a poco, pero quedan lagunas. Retroceda en la memoria y verá, en cualquier estadio, ritos africanos acompañados de tambores y hombres echando candela por la boca en el espectáculo. Se dan la mano el amor a la pelota y el sincretismo religioso.
En la instalación se vuelcan las pasiones y en ellas, las supersticiones juegan un importante papel. Algunos, cuando dan el batazo decisivo, miran al cielo buscando bendición. Otros dirigen la mirada al graderío para ver cómo hacen catarsis sus seguidores. Hasta los hay que dan la vuelta al cuadro impasibles, como si tal cosa, recuerdo al matancero Lázaro Junco. Quizás lo hacen agradeciéndole a la vida, o al más allá, sus propias virtudes.
Interesante tema que no está agotado. Muchos de nuestros jugadores fueron y son supersticiosos. Se sienten mejor con ellos mismos, o vaya usted a saber con quién. En otro momento les contaré anécdotas para que se chupen los dedos.
Ahora tengo que dejar de escribir, porque son las tres de la tarde y a esa hora mataron a Lola. Dicen que a ella también le gustó la pelota. No por gusto Bobby Salamanca narraba el jonrón con aquello de "Adiós Lolita de mi vida..."

Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga.
Marzo de 2020.


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