martes, 22 de julio de 2014

Sexo, bebidas, béisbol y mentiras


 

Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga
Si el amor hace sentir
hondos dolores…
Miguel Matamoros


Algunos peloteros salen de sus casas para practicar, las esposas están confiadas, pero ellos desvían los pasos para aparecer días después. Que si los movilizaron militarmente en el camino al estadio, que si fueron testigos de algún accidente y los llevaron a la estación, que les robaron y golpearon, hasta los hay que se hacen moretones. La lógica dice que las cosas son como son y no como queremos que sean, pero en la pelota muchas veces son como queremos que sean, dándole vueltas al yoyo para componer o recomponer entuertos buscados sin mucho pensar.

¡Divina forma de trascender! No sé mentir, se me nota. Decía algunas mentiritas, como cualquier pelotero, pero me salían mal. No era el caso de algunos amigos, quienes de la forma más sencilla del mundo enfermaban a un pariente, o inventaban el dolor de una muela que los llevaba al dentista, por andar detrás de buenas faldas. Cuando pasan los años se hacen los recuentos, se mira al pasado y comprendemos mejor lo que debimos hacer.


¿Quién dijo que los peloteros no padecen vicios? Entrenadores, aficionados, jugadores, el pueblo en general, comentan sus licencias. Ellos aducen que si no lo hacen jóvenes, ¿cuándo será? Los hay bebedores, unos más que otros. Es difícil encontrar un jugador que no se dé un par de tragos, hasta lo hacen el día del juego. Las culpas las cargan los que menos se cuidan. En la X Serie, en mi casa de Minas de Matahambre, Tomás Valido, Owen Blandino, Jesús Oviedo, Rolando Macías y otros que no recuerdo, apuraron una botella de aguardiente. Faltaba poco para el juego, pero como si nada. Valido conectó un jonrón. Después, en el cabaret, la cosa fue en grande, aunque perdimos tres por una.

Años después, uno de ellos nos lanzó un partido de nueve ceros en el estadio Augusto César Sandino, de Santa Clara, con un cuarto de botella dentro. Pasábamos Felipe Álvarez y yo para el comedor, el pitcher llamó a mi amigo. Fui con él, entramos al cuarto y sacó la botella de abajo de la almohada. ¡Estaba fajado solo con ella! Casi obligó a mi compañero a probarla, conmigo pasó menos trabajo. ¿Es correcto? Por favor, no exagerar, no siempre se hace lo correcto, para eso existen las dispensas. Braudilio Vinent me ha confesado que se daba sus tragos para entrar en calor. En más de una ocasión escuché al desaparecido Manuel Alarcón, El Cobrero, referirse a los «picotazos», como le dicen los orientales a tragar ron. En Grandes Ligas sucede otro tanto. Fueron famosas las juergas de Mickey Mantle, El Niño Mimado de New York. Dicen que hasta Babe Ruth necesitó dosis de alcohol en las venas. No me lo crean, son comentarios, no los conocí personalmente. Por lo general se unen la bebida y la mentira, vicios del 99% de los peloteros: 



- Le prometo que solo me di un trago. No quería, casi me obligaron, ¿qué puede hacerme un trago para pitchear?    

A veces convencen, hasta que brota el típico sudor de alcoholes. Si el sol está en su punto, peor. Tratan por todos los medios que el director no vaya al box, para que no los huelan. ¿Y qué me dicen de los que tienen cuartos reservados? Sus amigos se los prestan bien acondicionados, donde no falta el trago. Se unen la bebida y el sexo. Además, la mayoría son fumadores, ahí tenemos viciosos de verdad, que olvidan lo que viene después. "Fumar es un placer, genial, sensual", dice una añeja canción que cantó Libertad Lamarque, La Novia de América, pero también es dañino para la salud, especialmente de los deportistas. Muchos fuman y la mayoría incorpora un rito que los acompaña durante toda la vida: "picar" cigarros. Hace algunos años, en un aeropuerto italiano, el destacado entrenador Lázaro Lacho Rivero, ya desaparecido,  pidió "un cigarrito ahí compadre", al no menos avezado en esos trajines, Juan Charles Díaz.  Es tanto vicio fumar como pedir. No hubo día en que el finado amigo Raúl Martínez, destacado lanzador,  llegara a la casa sin "picarle" cigarros a mi esposa. No son problemas económicos, es una costumbre beisbolera cubana y vaya usted a saber de cuántos países más.



Otra cosa es el sexo. Si la bebida afecta los reflejos, hacer el amor sin condiciones afloja el organismo. Hay teorías que sustentan lo contrario, quizás dependa de la postura, donde se resientan menos las piernas, no es lo mismo en la cama que en posición vertical. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Algunos extremistas piden lo imposible: no tomar, ni tener mujeres, no fumar, ni trasnochar, la total aniquilación. Tamaña empresa solo la logran los que hacen de la fuerza de voluntad un culto. Los buenos jugadores, aunque feos, consiguen mujeres bonitas. ¿Por qué será? Otros don nadie bonitos, no se anotan una. ¡Tamaña injusticia la del béisbol! Debía ser al revés. ¿Por qué todo para los famosos? Si usted es bueno no necesita tanta suerte con las féminas, los malos y feos la necesitamos más. En la XI Serie Nacional conocí estrellas que no salían del cuarto para nada, como el lanzador Julio Romero, y peloteros mediocres que disfrutamos todo el tiempo. A fin de cuentas no jugábamos, por eso nos corríamos más.



Ningún manager impidió que Orlando González Hernández (un famoso pelotero de mi pueblo), conocido por Landy Coro, dejara las mujeres a un lado. Amó a la pelota, pero a ellas las adoró y la adoración se impone. Jugó como profesional en ligas independientes norteamericanas. También entrenó alguna vez con los Cuban Sugar Kings, aquel nombre transculturalizado de nuestro team profesional. Contaba Mongo, su padre, que en una ocasión habló con el manager norteamericano, indagó por Landy y aquel le respondió con una mezcla de español y dejos de inglés: “Míster González ser buen pelotero, pero no podrá ser pelotero, gusta mucho de mujeres y bebidas…”   

       
   Era cierto, no por gusto tuvo que salir huyendo de Estados Unidos, perseguido por el alcalde de Tampa cuando estuvo con su hija, a la que conoció en el estadio de aquella ciudad. Mi vecino Landy, a quien quise mucho, combatiente de Angola y hermano del comandante Ramón González Coro, falleció a fines de 2007 en extrañas circunstancias, en la ciudad de Miami.



Sí señor, los hay bebedores y mujeriegos. A otros hay que ponerles la bebida en la boca y empujarlos para que sostengan una relación amorosa en plena temporada. ¿Lo hacen por voluntad? ¡No y mil veces no! Por miedo y disciplina. A quien lleva en la sangre la pelota, nadie lo aparta, ni el amor más profundo. No se equivoquen, si alguno se excusó en las faldas para no ir al juego, es porque no amó la bola de verdad. No olvido a la que se quiso interponer entre nosotros. Una buena hembra, aunque los años deben haberla mellado. Estuve cediendo hasta un día:


--Si te vas esta noche para el estadio, olvídate de mí. --Carácter impe­rativo que guardo fresco en la memoria. Estaba como para comérsela, y yo bien hambriento, pero se metió donde no debía; no la engañé: -Me voy para la pelota, que pitchea Julio Romero.      

                 
                                     
Claro, no es para exagerar, Julio no tenía los encantos de ella, pero tiraba duro y necesitábamos ganar. En otros casos me hubiera enfermado o envuelto en otra situación. Ella ofendió mi dignidad al quererse anteponer a la pelota. No vacilé y me fui a ver la derrota contra Industriales. Perdí el juego y la perdí a ella. ¡Vaya manera de ser perdedor! Y todo en una noche.


Días después, en Ciego de Ávila, una trigueña como las nubes cargadas, estuvo al borde de caer en mis redes, pero me exigió ir a su casa por la noche, cuando teníamos juego en el entonces semi construido José Ramón Cepero; no me perdió ni pie ni pisada. Mi deber estaba en el estadio, mis deseos con ella. Difícil prueba pidió aquella que hoy debe ser abuela como yo. Pudo más el deber, me fui al juego y de allí regresamos a Pinar del Río. Viendo volar un batazo de don Miguel Cuevas, dudé la decisión, pero no tenía remedio. Hermosísima ilusión al vuelo en nido de corazón beisbolero. Balance final: no bebí, no fumé, no mentí, ni tuve sexo. Fui de los buenos, disciplinado, pero tampoco jugué. Vi los toros –como casi siempre- desde la barrera.

                   
                                                                           
A veces se encuentran dos novias en las gradas que gritan:
-- Batea mi amor, dale duro.
Lo hacen a viva voz, para que las vean y oigan. El bateador quiere que la tierra se lo trague, no se concentra pensando en un escándalo mayús­culo y el pitcher "lo tira pa' la tonga" en cues­tión de segundos. Entonces no encuentra una explicación al manager:
- Está encendido, no hay quien le dé a esa bola a más de cien millas.  


¡Mentira! Es un curveador a menos de ochenta. El caso es que usted no tuvo oídos ni vista más que para las dos amantes que quisiera a mil kilómetros de distancia en ese momento. La mayoría ha pasado por eso. Los hay serios, entregados en cuerpo y alma a la bola. Otros esperan el final del juego para irse con ellas y dedicarles las energías que ahorró en el partido. Si se entrega mucho pierde fuerzas y no es fácil entrarle así a una mulatona riquísima. Ante el dilema de tomarlas o dejarlas, las toma ¡Qué carajo! Para eso se crearon los cuentos, los inventos, las fábulas y todas esas cosas que salvan honras o hunden futuros.

 Por eso hay que ver la mentira en la pelota como algo natural, que escapa a la personalidad del interesado. Quizás prefiera darlo todo en el terreno y nada en la cama, o viceversa. En plena juventud la recuperación es rápida, se puede resarcir el desgas­te en un par de horas.



   Una noche de la XI Serie, vimos a uno de los mejores lanzadores de Cuba enredado con varias mujeres en el bullpen del estadio Capitán San Luis, le hacían cola. Fue bonito, famoso y mujeriego, no necesitaba enamorarlas. Aquel muchachón del equipo visitador, que esa noche no pensaba lanzar, despachó más de tres, una detrás de otra, ante nuestros asombrados y envidiosos ojos. Nada dijimos para no perjudicarlo. Se mezcló la envidia con la desidia, lo veíamos mal en pleno juego, pero nos hubiera gustado enredarnos así. Me reservo el nombre para evitar problemas, en un alarde de franca solidaridad beisbolera. Pero puede preguntarle al catcher Jesús Escudero,  o al pitcher Ladislao Labastida. En su orgía le iba de maravilla, hasta que nos fuimos arriba en el marcador y lo llamaron a relevar; no lo pensó dos veces, le dijo al confabulado entrenador que estaba indispuesto, vomi­tando, con dolores de cabeza. El manager llamó a otro relevista. Ventajas del bullpen detrás del center field, quizás por eso ya no existen.



La vida es una conjugación de factores. Lo dice la "teoría de la relatividad" y le pone el cuño la concatenación de los fenómenos. Para que algo resulte, otras cosas deben funcionar bien. Para jugar pelota y no despresti­giarse, hay que cumplir ciertos requisitos: preparación física, técnica, táctica y mental. Si alguno de estos engranajes falla, no habrá una buena jornada beisbolera. Hay factores en contra: amor, trabajo, desinterés; todos subordinados al prime­ro. Se preguntarán cómo algo tan sagrado puede entorpecer la sana actividad. El pelotero no debe enamorarse profundamente, pues pierde la concentración, se dedica menos al juego. Pasa el tiempo con la mente y el cuerpo junto a la amada y desatiende el terreno. Hasta quiere dejar de jugar, algo impensable antes. El amor retuerce entuertos y engendra la maravilla, pero si usted va a batear con la novia en la mente y el beso que lo dejó entumecido, no le dará ni a una calabaza. Tampoco si ella quedó esperándolo con cara de pocos amigos y él se fue a jugar por el sagrado deber. Disminuye la lógica y se impone el animal que tenemos dentro.



Cuando se batea, los reflejos deben estar al ciento por ciento, pero si hay sexo no es así, se puede cometer el error de pensar en la cara linda que no lo deja conciliar el sueño, o en bustos y glúteos del más allá. Conozco pitchers y receptores que saben vida y milagro de cada contrario. Estudian sus pasos dentro y fuera del terreno, averiguan sus amoríos. No pocos se salen de sus casillas por provocaciones relacionadas con las dueñas de sus corazones. Sin quererlo se desentienden de la pelota, en una opción esencial de faldas. Los encon­tronazos amorosos, que los hay, sacan de juego al mejor y más fuerte pelotero, que no quiere salir del problema ni viajar para dejar su manjar como bocadillo para gargantas que se tornan peligrosas.



La pasión del amor entumece maravillosamente los sentidos. No podría afirmar las veces que me enamoré, pero por los inicios de la década del setenta del siglo XX, apareció la enredadera que me tejió alguien tocada con la varita mágica de la divinidad. Con los deseos más grandes del mundo aparté mi carrera de pelotero para hacer vida de hombre serio, fundador de familia. Es admirable como muchos logran llevar ambas cosas,  mas aparecen las justificaciones. Que si tengo dolores en la espalda, viajes de última hora, enfermos sanos; lo último es decir:

--¡Estoy enamorado coño! Así no puedo jugar, me van a matar de un pelotazo.

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