Costumbres y supersticiones… del deporte
Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga
¿Quiénes si no?
El diccionario define las costumbres: "Hábito, uso. Cada país
tiene sus costumbres. Práctica que ha adquirido fuerza de ley; regirse por la
costumbre. Lo que se hace más comúnmente..." Continúa con otras
acepciones; para nosotros basta. Puede el país tener sus costumbres, las
provincias, municipios, ciudades, pueblos, barrios, edificios, vecinos y
familias.
Los deportistas no hacen la excepción, mucho menos los peloteros.
Pero no confundamos costumbre con superstición, aunque a veces se emparientan. Una
es la base de la otra. ¿Qué dice usted amigo? ¿Le salen mejor las cosas cuando
las hace de forma diferente? ¿Prefiere el mismo asiento? ¿Toma el idéntico
camino cuando va al trabajo? Conozco las respuestas. ¿Adivino? No. Soy hombre
de costumbres, muchas rayan en la superstición, igual que usted, aunque no
quiera confesarlo.
Los peloteros no pueden salirse de ellas, pues caen en slump, un problema psicológico de marca
mayor. No vea con malos ojos las costumbres. Las hay simpáticas, hasta bonitas;
otras decoloran el espectáculo. Cuando Babe
Ruth (aquel muchacho grande que llenó de jonrones y pasión al béisbol, cual
fantasma que ronda por todos los estadios del mundo) invitaba al pitcher a lanzarle como quisiera; él la
botaría. ¿Fanfarronerías del Gran Bebé?
Más bien un rito psíquico espectacular. Claro, no siempre lo hizo ni la sacó
del parque.
Ted Williams, quizás el mejor bateador de siempre, querido y
respetado por muchos, odiado por otros, era enemigo de las entrevistas, perdía
la concentración; los periodistas lo atacaban por problemas familiares y
personales, pero en el terreno era imposible hacerlo. Por respuesta, Williams
adoptó una fea costumbre, grosera, carente de ética: escupía cuando llegaba a home para anotar, sobre todo si era
jonrón; se vengaba de la prensa. Fue tan grande con los Medias Rojas de Boston, que su pueblo le perdonó aquella
desfachatez. “¡Costumbres que matan!”, diría el abuelo Pancho.
Omar Linares y Antonio Muñoz se llevaban las mangas de la camisa
hacia arriba, como si les molestaran para batear. Según me confesó, se sentía mejor. Luis Giraldo Casanova, quien por derecho propio
baila, canta y toca en ese trío, con una afinación envidiable, movía el bate
con la mano izquierda para ambos lados, antes de entrar al cajón de bateo. ¿Necesidad?
Dice que fue a raíz de una lesión, y durante muchos años la incorporó a su
perfecto sistema de bateo.
En nuestras mentes están sus legendarios batazos y con ellos la
costumbre de pararse en home con los
brazos abiertos para ver volar la esférica sobre la cerca. ¿Costumbre o
superstición?, usted sabrá; para mí es la primera. Inolvidables momentos,
¿verdad?
Tanto perfeccionó Alfonso Urquiola su juego –quizás como ningún
otro–, que tiraba para primera sin mirar y lo hacía abrumadoramente bien. Lleno
de costumbres y supersticiones desde la niñez, incorporó aquella característica
que lo inmortalizó, no igualada, que yo conozca, por nadie.
Ese hombre de hierro que responde al nombre de Lázaro de la Torre,
saltaba la línea de cal cuando iba al dugout,
en un rito que inició Orlando (Duke) Hernández, quien después abandonó
el país y llegó a destacarse en las Grandes Ligas. ¿Conoce usted la respuesta?
Las cámaras de televisión los seguían con cierta complicidad.
Nuestro genuino y singular Lázaro Madera, el bateador más indescifrable de la pelota cubana y mucho
más allá, recio toletero e impulsor de carreras, cuando acudía al home plate con el aluminio –no usó el
madero–, abría un hoyo, después hacía una lomita. Hasta le llamó la atención el
recordado Apolinar, el mismo que atendió con amor el San Luis,
después tenía que arreglarlo. El fortísimo bateador no se sentía bien sin
aquella ceremonia.
Hay
de todo en la pelota. Si un lanzador como Jesús Guerra, sacaba de paso a los
bateadores con movimientos lentos, Pedro Luis Lazo no les daba tiempo para
concentrarse. Parecía una máquina de lanzar, con ilimitadas pelotas dentro.
Ambos, entre los mejores en cualquier época, guardaron para sí tal sistema.
Juan
Carlos Oliva no pudo pichear tranquilo, se acostumbró a relevar en momentos
cruciales; donde muchos flaqueaban, él gozaba de lo lindo. Otro tanto hizo el
flaco Maximiliano Gutiérrez, quien caminaba para arriba del gigante Muñoz como
si también fuera un cíclope. Y lograba dominarlo.
Las
costumbres son parte del folclore y tienen la desgracia de cargar con malas
culpas, que no les pertenecen.
Si usted vuelve al diccionario encontrará superstición:
“Desviación del sentimiento religioso que nos hace creer en cosas falsas, temer
cosas que nos pueden hacer daño, o poner nuestra confianza en otras que de nada
sirven… También hallará vanos presagios sobre cosas fortuitas, como la caída de
un salero, el número 13, etc.”
De una forma u otra, casi todos tenemos algo de supersticiosos. No
siempre está asociado el término a la religión. Algunos, para demostrar que no
lo son, hacen lo contrario, prefieren el enigmático número 13, dejan caer los
saleros, pasan por debajo de una escalera, aunque haya otro espacio; sería interminable
la lista. Los que así actúan, a mi modo de ver, son tan o más supersticiosos
que quienes ingenuamente se educaron en tales actos, o son tímidos, una forma
cercana a la hechicería.
Los supersticiosos están a la orden desde los inicios del béisbol.
¿No ha visto jugadores que se resisten a ser cuarto bate? Me vuelve a la mente
el propio Lázaro Madera. Aquel bateador sui
géneris, que le dio a la bola con furia durante muchas temporadas, no
quería ni aceptaba batear en el cuarto turno. Algunas veces lo hizo y mermó su
rendimiento. ¿Por qué? Es posible que no se encuentre una respuesta aceptable.
La base de las supersticiones está en las costumbres. Hay
peloteros incapaces de batear, si antes no hacen varios swings. Para muchos, el número tiene que ser exacto: 2, 3 o 4. Si hace
6 o 7, pierden la concentración. El camagüeyano Felipe Sarduy, no hacía
ninguno.
De niño veía, antes de entrar al cajón de bateo, persignarse al extraordinario
camarero Tony Taylor, del Almendares.
Mucho más acá lo hizo Víctor Mesa, y otros. ¿Confianza? ¿Seguridad?
Definitivamente, sí. La costumbre obliga a ritualizar los movimientos.
No es patrimonio de la pelota. Observe en los Juegos de las
Olimpiadas o los Mundiales. Algunos logran su concentración en el silencio
absoluto, no miran para nada ni para nadie en sus carrileras. Más que atletismo
parece yoga, cualquiera sabe qué estará pasando por sus mentes.
Otros, como Maurice Greene, conocido como La Bala de Cañón, recordista mundial, campeón olímpico de Sydney
2000 y campeón mundial, no estaba tranquilo ni un instante. Se movía de un
lugar a otro, avanzaba, se detenía, retrocedía, miraba al público, pedía
palmadas y, para colmo, cuando llegaba a la meta y se sabía campeón, sacaba la
lengua ante las cámaras de televisión. No nos faltaba el respeto. Por
supersticioso, necesitaba tales excentricidades. Los psicólogos dicen que es un
problema de personalidad; no discrepo, pero parafraseando a Galileo: "Y,
sin embargo, se mueve..."
Wilfredo Sánchez, el Hombre-hit
de la pelota cubana, tenía una forma muy suya de prepararse para batear. Se
agachaba con el bate corto, como siempre lo usó y lo movía varias veces sobre home, barriéndolo. Cualquiera diría que
estiraba los músculos. Para él fue una ceremonia necesaria e impuso una moda a
la que me acogí, pues me gustó aquel estilo y ya no pude batear sin
hacerlo.
Con los implementos sucede otro tanto. Algunos, poseedores de
guantes prodigiosos y bates último modelo, se aferran a los viejos; se sienten
seguros. La ciencia y la técnica lo niega, pero el jugador sigue con su
antiquísimo guante. Es así, no busque otra explicación. Si lo cambian, piensan
que no van a poder fildear. Necesitan un proceso de adaptación al nuevo, que no
puede ser en el juego, sino en la etapa de entrenamiento.
¿Y qué me dice usted de aquellos que van más allá, con eso que
algunos llaman brujería? ¿No ha visto trapos rojos en los dugouts, chivos muertos, gatos negros en el terreno o gallinas
prietas en las graderías? ¿Qué no? Fíjese bien, descubrirá curiosidades.
Los tiempos actuales son más con los pies puestos en la tierra, la
ciencia se ha ido imponiendo poco a poco, pero quedan lagunas. Retroceda en la
memoria y verá, en cualquier estadio, ritos africanos acompañados de tambores y
hombres echando candela por la boca en el espectáculo. Se dan la mano el amor a
la pelota y el sincretismo religioso.
En la instalación se vuelcan
las pasiones y en ellas, las supersticiones juegan un importante papel.
Algunos, cuando dan el batazo decisivo, miran al cielo buscando bendición.
Otros dirigen la mirada al graderío para ver cómo hacen catarsis sus
seguidores. Hasta los hay que dan la vuelta al cuadro impasibles, como si tal
cosa, recuerdo al matancero Lázaro Junco. Quizás lo hacen agradeciéndole a la
vida, o al más allá, sus propias virtudes.
Interesante
tema que no está agotado. Muchos de nuestros jugadores fueron y son
supersticiosos. Se sienten mejor con ellos mismos, o vaya usted a saber con
quién. En otro momento les contaré anécdotas para que se chupen los dedos.
Ahora
tengo que dejar de escribir, porque son las tres de la tarde y a esa hora
mataron a Lola. Dicen que a ella también le gustó la pelota. No por gusto Bobby Salamanca narraba el jonrón con
aquello de "Adiós Lolita de mi vida..."
Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga.
Marzo de 2020.
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